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El “Mercado del Desguace” estaba abarrotado esa mañana. Decenas de carroñeros pululaban los diversos puestos tratando de vender sus últimas adquisiciones. Aitor entre ellos, se desplazaba silencioso bajo la discreción que le proporcionaba su capucha. Pese al gusto por el anonimato que reinaba en el ambiente, nunca estaba de más cubrirse de ojos curiosos. No sería la primera ni la última vez que asaltaban a un confiado vendedor. Por supuesto, nada ocurría en las propias inmediaciones del mercado, los Hijos de la Triada velaban por la seguridad de los “recuperadores” ofreciendo un puesto de comercio estable en las cercanías de Eurovegas.
         Se deslizó por entre los callejones que formaban los improvisados tenderetes, haciendo caso omiso de estos. Buscaba un traficante en concreto.
         << ¿Dónde coño estás? >> Aunque los compradores pagaban tasas para mantener sus comercios en una zona concreta, ésta era lo suficientemente amplia para pasar un buen rato buscando.
         Después de un largo recorrido por fin la vio. La gran pancarta negra cubría la parte superior del tablado colocado a modo de barra, donde se realizaban el grueso de las transacciones. Justo detrás, una carpa también negra, protegía de miradas a los clientes más selectos.
         - Puto amarillo -susurró dirigiéndose en esa dirección.
Como la gran mayoría de traficantes del Desguace y de los señores de Eurovegas, Xiao Lee era chino. La marea asiática había ganado poder tras los sucesos que acontecieron al denominado “botón rojo”, siendo los primeros en reorganizarse tomando en posesión la ciudad del juego. Uno de los pocos emplazamientos que sobrevivió al cataclismo nuclear. Desde allí controlaban el mayor de los emporios comerciales de la antigua España.
         - Tú, charlie, vengo a ver a Lee -le dijo al hombre que atendía el negocio.
         Sus rasgados ojos lo miraron con desconfianza de arriba a abajo y tardó unos segundos en profesarle respuesta alguna. Un movimiento con la cabeza le instó a pasar hacia el interior de la tienda. Sabía perfectamente que no agradaba demasiado a sus amigos del este, pero el respeto que mantenían a su negocio, lo protegía en cierta manera, lo suficiente para permitirse algunas bromas. Para él, todos eran Charlie.
         Ya en el interior, dos soldados le cerraron el paso. De no ser por el tono amarillento de su piel que se dejaba entrever por los huecos de sus armaduras, no habría podido más que sospechar su etnia. El blindaje pesado y oscuro, forraban sus cuerpos a la vez que unas máscaras metálicas cubrían sus rostros. Un ligero destello rojizo en sus ojos le indicó el uso de implantes ópticos.        
- No armas- pronunció uno de ellos con la voz grave que confería el casco, a la vez que sus subfusiles le encañonaban.
         Con un suave movimiento se entreabrió la capa mostrando su fusil Dragonov que le colgaba del hombro, ofreciéndoselo a los guardias. Hizo el mismo movimiento para entregar su DesertEagle y su cuchillo. No le gustaba sentirse desarmado, pero conocía las reglas del juego y tenía que seguirlas. Después de un breve registro, se apartaron de su camino, permitiéndole la entrada.
         Lee le esperaba al fondo de la estancia, sentado en una cómoda butaca de cuero curtido tras un gran escritorio de madera maciza. Al verlo aproximarse se levantó con una sonrisa en su rostro.
         - Bien hallado Aitor Samerson, ¿que tratos te traen a mi hogar?- extendió su mano cortésmente- Oí rumores que el cazador había muerto en el Yermo, me alegro que no sea así.
         - Sí, yo escucho lo mismo de todo aquel que se aventura a recuperar. Algún día será cierto, pero por ahora estoy vivo y yo también me alegro, te lo aseguro- haciendo caso omiso de su saludo, dejó caer la pesada mochila que cargaba sobre la mesa.
         El traficante ignoró su gesto y exploró el interior de la carga. Por un momento se le abrieron los ojos de pura codicia al contemplar los implantes.
         - Vaya, vaya, veo que has estado ocupado...
         - Digamos que he tenido suerte.
         - Más que los antiguos dueños de esto, al menos -dijo Lee señalando los restos de sangre que aún tintaba el metal.
         - No me toques los cojones y dame precio. Yo sólo transporto la mercancía.
         - Bueno, en situaciones normales te podría dar diez latas, pero tenemos un problema -se encogió de hombros.
         - ¿Qué coño quieres decir?
         - Pues resulta que nos han llegado noticias de la muerte de unos exploradores de Hamilton. Y ya sabes que la Triada se mantiene al margen de los conflictos- empezó a caminar despacio en dirección a la entrada, a la vez que acariciaba la  Beretta que asomaba por su cintura- No nos interesa que relacionen esas muertes con nosotros, es malo para el negocio.
         Por un momento quedó paralizado sopesando las palabras de Lee.
         << Mierda >> resonó como un eco en su interior al comprender la situación. Su cerebro reaccionó en una milésima de segundo dando la orden al implante neuronal de inyectar una dosis de adrenalina. El tiempo pareció detenerse ralentizando la escena. En un movimiento rápido, abrazó por la espalda al asiático apretando su muñeca contra su cuello, y tirando de él con fuerza hacia atrás, lo obligó a inclinarse. La mano que tenía libre voló a agarrar la Beretta para apuntarla firmemente contra la sien de su prisionero.
        
- !Dile a tus perros que estén tranquilos¡ -espetó presionando el cañón a su cabeza.
         Los soldados levantaron sus armas como un resorte al contemplar la escena, adoptando una posición amenazante.
         - !Bajad las armas¡ -se apresuró a ordenar el traficante.
         - Buenos chicos, ahora vamos a llevarnos bien -cubriéndose con el cuerpo de su cautivo, se desplazó hacia atrás hasta llegar a la pared de lona de la tienda- es hora de dormir, tumbaos boca abajo.
         Xiao Lee hizo un gesto de asentimiento a sus hombres y estos cayeron a tierra obedeciendo. Con una patada en la parte interior de la rótula lo forzó a arrodillarse mientras cambiaba el arma de mano, y sin dejar de apuntarle en ningún momento, dio la orden mental. Del dorso de su mano afloró la cuchilla mono-filamento a través de la piel sintética que la camuflaba y un arco descendente hendió la tela, facilitándole una vía de escape.

         - No es nada personal –susurró al oído del asiático, a la vez que golpeaba su nuca con la culata de la semi-automática. Tras esto, se apresuró a escapar por el hueco con la esperanza de perderse entre la multitud del mercado.



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