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Mimi
se acostó pronto esa noche. La discusión que había mantenido con sus padres la
irritó y agotó por igual. No entendía por qué su hermano siendo menor, podía
hacer cosas prohibidas para ella. Tenía doce años mientras que Poto, con sólo
diez, ya ayudaba a su padre en las tareas de caza.
<< ¡Incluso le dejaban acercarse a solas a la
arboleda para recoger leña! >> -recordó enfadada.
“-Es
tarea de hombres-” le excusaba siempre su madre.
También
le gustaría poder moverse libremente por el poblado sin tener que dar
explicaciones a cualquier vecino que se encontrara. Más de una vez que lo había
intentado, alguno la llevó a rastras ante la presencia de sus padres.
Especialmente Brou, el herrero del pueblo, que parecía más preocupado en no
quitarle un ojo de encima que en su trabajo.
<< Cuantas regañinas me regaló ese idiota con su
bocaza >> -pensó, mientras deseaba que algún golpe en falso con su
martillo se encontrara con su dedo. Sólo la idea de imaginárselo maldiciendo y
saltando de dolor le hizo olvidar las lágrimas y sonreír. Pero hoy fue la gota
que colmó el vaso. Llevaba prácticamente tres semanas sin salir de casa. El
rumor de la proximidad de la guerra del norte se cernía ahora sobre los
pequeños poblados del sur lo que hacía, para su gusto, exagerar los gestos
protectores de sus padres. Al finalizar las tareas del hogar que su madre
siempre le asignaba y cansada de mirar el ajetreo de las calles desde su
pequeña ventana, se empeñó en salir junto con su hermano a la arboleda. Tras la
negativa de su madre, se enzarzaron en una fuerte discusión con un sin fin de
gritos y lloros. Un intercambio de voces que duró hasta la llegada de su padre,
que zanjó el tema con una sonora bofetada haciendo enrojecer su mejilla. Por un
momento su delicada carita se hinchó, deformándose grotescamente. Así, que
dolorida e indignada es como se lanzó a su cama. Dispuesta entre sollozos a
dejar pasar las horas con la esperanza que al despertar, ese terrible dolor
palpitante en su cara hubiese desaparecido.
Abrió los ojos sobresaltada a las primeras horas del
alba por un estridente ruido procedente del exterior. El sonido de unos cuernos
rugiendo al viento entremezclado con gritos de pánico invadían el ambiente. El
aire venía cargado de un fuerte olor a madera quemada y cuando se asomó al
ventanuco hostigada por la curiosidad, la sangre se le heló de golpe. El pueblo
se había convertido en un auténtico correcalles entre aldeanos y soldados
armados. Diversas columnas de humo emergían de algunas casas creando una enorme
nube de cenizas que cubría prácticamente el cielo. Distintos cuerpos yacían
tirados por el suelo con heridas sangrantes. Algunos totalmente inertes, pero
otros se arrastraban por la tierra en la búsqueda de un socorro que nunca llegaría.
Entre ellos reconoció a Licio el panadero, Petro el cazador y su hijo Glob.
Estaba totalmente petrificada por el miedo cuando unos brazos se abalanzaron
sobre ella aferrándola con fuerza. Su madre que agarraba a Poto con su mano izquierda
la apretaba contra su pecho con la derecha mientras sollozaba, lo que le
provocó también romper en llanto. Entre las lágrimas que manaban sus ojos, registró
la estancia buscando en vano algún rastro de su padre, mientras crecía en su
interior el temor a que le hubiese pasado algo. El ruido del exterior se acercó
a su casa, golpeándola como el romper de una ola sobre piedra, inundando los
alrededores del eco sordo del metal cortando la carne. Los gritos se hacían más
hondos y agudos como si cada uno de ellos dejara escapar una vida.
- ¿Por qué nos hacen esto mamá? -dijo sollozando
mientras apretaba su cara contra los pechos de su madre. Pero esta no
respondió, se limitó a envolverlos mas fuerte entre sus brazos mientras
musitaba plegarias a los Dioses. Su poblado siempre fue pacifico, dedicado
principalmente a la caza y la minería. Así que, en su corta vida, pocas peleas había
presenciado salvo las típicas disputas entre aldeanos. Estas, casi siempre
acababan con un estrechar de manos y un buen trago de cerveza. Pero esto era
distinto. El mismísimo infierno reinaba en las pequeñas calles de Juncar y lo
peor y que le daba más miedo, es que ahora lo tenía arañando las inmediaciones
de su propio hogar. El que siempre consideró seguro y le proporcionó una vida
tranquila.
La pobre protección que ofrecía su puerta se vio
puesta en evidencia cuando se abrió de par en par, acompañada por un sonoro
crujido. Un sólo golpetazo había sido suficiente para destrozar el listón,
esparciendo por el aire una lluvia de astillas. Se volvieron hacia la entrada
como un acto reflejo, mientras su madre pegó un grito largo y profundo de
desesperación.
En el lugar donde antes estuviera la puerta, apareció un hombre alto.
Ataviado con una más que desgastada cota de malla, toda manchada de un rojo
cobrizo. En una mano esgrimía una espada larga mientras que la otra, la llevaba
envuelta en un guantelete metálico. Uno de sus ojos se escondía tras un parche
negro pero el otro, inyectado en sangre, se movía rápidamente inspeccionando el
interior de la vivienda. Haciendo, en apariencia, caso omiso de ellos. Otros
dos hombres lo siguieron y si le hubiesen preguntado, Mimi habría jurado que
eran hermanos. Los tres tenían el cabello oscuro como la noche, meciéndolo
libremente al viento pero tan enredado y sucio que hacía prácticamente
imposible saber su verdadera longitud. Una frondosa barba de varios meses
cubría sus rostros y el hecho de que portaran el mismo atuendo la confundía aun
más.
- ¡Piedad mi señor! -suplicó la mujer entre lágrimas
mientras se aferraba cada vez mas fuerte a sus hijos.- ¡Piedad! ¡Por los Dioses!
Aquel que llevaba el parche en el ojo se giró hacia
ella con cara de satisfacción como si le divirtiese lo que estaba viendo.
- Vaya, vaya. ¿Pero que tenemos aquí? Dos gacelitas… -dijo
mientras se acariciaba su tupida barba.
Pese a no atreverse a mirarlos a los ojos, sentía sus
miradas recorriendo su cuerpo y el de su madre con una malicia que no conocía,
pero que igualmente la hacían estremecerse de miedo.
- ¡En el nombre de los Dioses, piedad! -seguía
implorando.
- Tus dioses te han abandonado, mujer -su voz fue tan
grave y firme que por un momento la convenció de ello y se calló.- Pero no
temas, me envían a mí para consolarte.
Con un rápido movimiento agarró a la mujer del pelo con el guantelete y
la arrastró arrancándola de las manos de sus hijos. Los otros dos hombres se abalanzaron
hacia los críos para sujetarlos. Mimi quedó paralizada por el pánico por lo que
su captor no tuvo que hacer mucho esfuerzo por contenerla. Pero Poto se revolvía
dando manotazos al aire y al pecho de su agresor mientras gritaba enfurecido.
Este trataba de inmovilizarlo pero el niño estaba totalmente descontrolado.
- ¡Haz callar a
ese puto mocoso! -gritó el de un sólo ojo mientras tendía a la mujer a la
fuerza sobre el suelo.
- ¡No le hagáis daño a mis hijos por favor! -sonó como
inmediata respuesta.
Un golpe de revés con el metal de la mano la silenció al
tiempo que la aturdió. Suficiente para que el hombre, que ya estaba
prácticamente encima de ella, arrancara de cuajo su blusa dejando al
descubierto sus voluminosos pechos. Seguidamente se apresuró a meterse entre
sus piernas a la vez que se aflojaba el pantalón y empezó a tomarla rudamente. Al
ver esto, Poto enloqueció y se lanzó con los brazos extendidos a agarrar la
cara del que tenía delante para tratar de sacarle los ojos. Éste debió de
cansarse de su ímpetu, porque apretó la mano alrededor de su cuello y
levantándolo por un momento en el aire, fue a estrellarlo directamente contra
el suelo. Tras un sonoro golpe, el niño quedó tendido, semiinconsciente.
Momento en el cual, el soldado aprovechó para golpearlo repetidas veces con la
empuñadura de su arma hasta que su cabeza se partió como un melón maduro. Se
levantó con una sonrisa burlesca y se dirigió tranquilamente hacia la mujer
mientras se bajaba los pantalones. En ese instante la pequeña recobró el
control de sí misma, como si la sangre volviera a fluir por sus venas. Las
lágrimas se le escapaban descontroladas fluyendo por sus mejillas y la respiración
se aceleró de tal forma que creyó que estaba a punto de sufrir un ataque. Dio
un grito tan enérgico que casi le estalló el pecho y con una rabia desatada en
su interior saltó alargando el brazo para tratar de llegar hasta su madre. El
hombre que estaba con ella se había despreocupado un poco debido a su pasividad
y el movimiento le pilló desprevenido en una primera instancia. Pero su reacción
fue rápida y contundente. Soltó la mano al viento con la velocidad de un
látigo, tan fuerte, que la hizo salir despedida hacia atrás y caer de espaldas
al suelo.
- ¡Espera tu turno, zorra! -le espetó con una voz
llena de desprecio.
La vista se le turbó y casi no le hizo falta llevarse
la mano a la boca para saber que estaba sangrando. La desesperación se apoderó
de ella y el dolor no la dejaba incorporarse. Así que, se quedó allí tendida
sollozando mientras contemplaba lo que le hacían a su madre, uno tras otro,
entre sus inútiles esfuerzos por resistirse. Cuando el último de ellos terminó,
aferró su espada con ambas manos apuntándola sobre el vientre de la mujer que
yacía inerte. El acero se hundió en su cuerpo atravesándolo como manteca
caliente, despertándola del letargo en que se hallaba sumida. Sus ojos se
abrieron desorbitados a la vez que un gemido agudo y penetrante escapaba desde
sus entrañas llevándose con él los últimos resquicios de su vida.
Los tres se giraron entonces hacia ella para enseñarle
sus sucios y retorcidos dientes en forma de macabra sonrisa. Nunca tuvo tanto
miedo como en ese instante. El tuerto se le acercó despacio bajando la cabeza
hasta casi tocar la suya. Podía sentir su aliento fétido golpeándole la cara.
- ¿Estas lista para jugar, gacelita? -susurró.
Los siguientes instantes que prosiguieron se quedaron
marcados para siempre en su memoria y aunque verdaderamente no duró ni mucho
menos un tiempo prolongado, para ella fue casi eterno.
Abusaron de su tierno y delgado cuerpo mientras observaba la cara de su
madre muerta. Aún así, parecía mirarla con ternura entre las lágrimas de sus
ojos. Y en eso convirtieron su infancia, en lágrimas y sangre escurriéndose por
su mejilla y su entrepierna. Para dejarla al final tendida sobre esos viejos
tablones de madera, que tanta seguridad le proporcionaron antaño, con la
certeza de no haber sido más que una ilusión la cual había durado demasiado
tiempo.
Se apartaron de ella, ignorando ya su contusionado
cuerpo y comenzaron a registrar la casa en busca de cualquier objeto de valor.
De repente, los cuernos volvieron a escucharse. Pero esta vez no se extendían
en un solo rugido prolongado, si no que se seccionaba su sonido a golpes cortos
y secos. Su eco apremiaba a la reunión.
Los tres hombres se quedaron parados por un momento,
intercambiando miradas.
- Mierda, nos llaman a formar -dijo uno de ellos.
- Da igual, ¡aquí no hay más que basura! -voceó el que
portaba el parche, mientras tiraba todos los cacharros de la mesa de un
manotazo.
- ¿Y que hacemos con la niña? -se giraron los tres al
instante hacia allí donde yacía, aún inmóvil.
- Quema la casa, ¡que arda por fuera como ha ardido
por dentro!
Volvió a oírse
la llamada a las tropas. El tuerto junto con uno de los soldados, abandonaron
la casa presurosos a la vez que el tercero, esparcía por el suelo el aceite de
una de las lámparas que iluminaban la estancia. La otra la lanzó con fuerza
contra la zona impregnada y después de asegurarse que el fuego se avivaba,
salió corriendo también. En unos instantes, la habitación ardía en un baile
descontrolado de llamas. Una nube negra empezó a cubrir todo el ambiente
apoderándose de casi todo el oxígeno.
Mimi que reposaba en el suelo presa de la conmoción, notó como se le
llenaban los pulmones de aire caliente y denso, dificultando su respiración. Y
su cuerpo reaccionó. Por un instante, olvidó todo lo sucedido. La necesidad de
respirar, la necesidad de vivir, crecía en su interior apagando cualquier miedo
o dolor. Se puso en pie jadeando entre toses y observó la escena detenidamente
en una fracción de segundo. Toda la parte de la entrada había quedado
inaccesible, envuelta en un muro de fuego. Así que, no tuvo más remedio que
tratar de salir por el ventanuco de su cuarto, que al ser la habitación más
alejada aún no era presa de las llamas. La pequeña ventana, daba justamente a
uno de los callejones laterales. Que conectaba el camino principal con los
jardines de la parte posterior de la casa. Justo debajo, la calle estaba vacía,
salvo por los diversos cuerpos de los que fueron sus vecinos y amigos. En las
proximidades podía escucharse el paso de los rezagados que corrían al reclamo
de los cuernos. Más allá, solo quedaba el silencio que propicia la muerte. La
altura era considerable y más para su baja estatura, pero sabía perfectamente
que eso era mejor que consumirse agonizando en esa jaula ardiente. Sin
pensárselo dos veces se dejó caer. El impacto la hizo rodar sobre sí misma, propinándola
con diversos moratones y rasguños, para dejarla al final tumbada boca arriba. Entonces
llegó el dolor, aferrándose lentamente a sus extremidades. Haciendo acopio de
sus fuerzas, se arrastró como buenamente pudo en dirección a unos matorrales.
No se atrevía a levantarse por miedo a que alguien pudiera advertir su
presencia. Se imaginaba al tuerto y a sus dos compinches buscándola. Enrabiados
y gritando promesas sobre lo que le iban a hacer cuando la encontrasen. Por un
momento, se vio otra vez en sus manos. Separándole con fuerza las piernas, a la
vez que reían a carcajadas con sus barbas impregnadas de saliva. Lo que le hizo
recordar esa tremenda agonía, en sus entrañas.Pero el miedo era más fuerte que cualquier mal que
pudiera sentir. La posibilidad de volver a experimentar ese sufrimiento le dio
alas a su cuerpo. Dejó de ser Mimi, una pobre niña de apenas doce años, para
convertirse en algo mucho más básico. Un animal con el único deseo de
sobrevivir. Y al llegar a la parte trasera de la casa, se puso en pie para
salir corriendo tan rápido como sus lastimadas piernas le permitían. En la
dirección contraria donde se hallaban aquellos que tanto temía. Corrió hacia
las montañas.<< >>
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