Mimi
El
viento soplaba fuerte esa noche, aullando como lobo hambriento entre todos los
recovecos del valle. Frío y cargado de la humedad propia del sur, elevando
columnas de polvo y hojas secas que giraban danzarinas a su merced. Por el este,
unos tímidos rayos de luz empezaban a clarear el horizonte emergiendo por
detrás de las bastas montañas. Los “Picos del Cuervo Negro” se alzaban
solemnes, constituyendo una infranqueable barrera natural entre Arylan y el
mundo desconocido. Justo a sus faldas se encontraba Juncar, el último de los
pueblos sureños, descansando al amparo de su gigantesca sombra.
En una loma cercana podía divisarse una sutil figura
que desplazándose furtivamente entre la maleza avanzaba presurosa hacia el
llano contiguo, donde el ejército del Pacificador realizaba los últimos
preparativos para la batalla que se avecinaba.
Cientos de hombres corrían de un lado a otro
terminando de recoger los pertrechos del campamento improvisado, mientras otros
ajustaban sus ya gastadas armaduras implorando al Único su protección.
Cuando el explorador llegó, ya estaban formándose las
filas. Soldados procedentes de las grandes ciudades del norte de aspecto
descuidado y sucio se alineaban para formar una cuadricula. El cansancio se percibía
en cada uno de ellos, no obstante, sus
ojos reflejaban una fiereza que sólo una denotada experiencia podía aportar.
Por otro lado y en un grupo menos numeroso se reunía la caballería. Pertenecientes
a las altas casas de la nobleza, embutidos en sus brillantes armaduras, que
habían acudido a la llamada de su señor.
Entre jadeos, se arrodilló ante la soberbia
figura de Sir. Aron Beckett, Comandante en jefe de la Compañía Escarlata
y encargado de unificar los últimos pueblos bárbaros del sur. Tomó aire, tratando
de no hacer notar el miedo que ese hombre le provocaba.
- Mi señor, Juncar duerme tranquila sin sospechar nuestra presencia.
- Perfecto… -respondió con la voz grave
y seca que lo caracterizaba.-Quiero acabar con esto de una forma rápida y con
el menor numero de bajas. -Tras decir esto, marchó hacia la formación con su
peculiar cojera, (una prueba de su valor en la Guerra de los Siete, con la
que se ganó el respeto del Pacificador, según contaban los rumores). Su pelo
canoso y su piel arrugada no le daban ni mucho menos el aspecto de un hombre
débil y aunque había perdido parte de visión en su ojo izquierdo por un golpe
de maza, nadie de esa formación osaría moverse, pues decían que con el ojo sano
podía acertar con una flecha a un halcón en vuelo en un día clareado. Minuciosamente
escudriñó los pelotones. Sabía perfectamente que esos hombres llevaban
demasiado tiempo combatiendo. La campaña que arrastraban a sus espaldas se
prolongaba ya varios meses y aunque verdaderamente la guerra en el sur no rugía
con la misma intensidad que las de antaño en el norte, la marcha tuvo que ser
muy forzada. Los deseos del Pacificador eran explícitos, “la incursión debía
ser rápida y devastadora, de tal forma que no diera posibilidad de reacción al
enemigo”.
- El enemigo… -suspiró mientras torcía
la boca en un gesto de desaprobación. Hace unos años cabalgaba al mando de uno
de los mayores ejércitos conocidos. Doblegando a señores en sus fortalezas que
se postraban ante su fuerza, ¡incluso reyes habían caído bajo su espada! Ahora
en cambio, se veía envuelto en una caza de ratones, saqueando y quemando
pueblos que carecían prácticamente de defensas. Herreros, panaderos,
agricultores….sustituían lo que antes fueran caballeros, soldados y armas de
asedio. No le agradaba, pero tampoco iba a dejar de hacerlo. Jamás había
incumplido una orden. Detuvo en seco su revista plantándose firmemente justo delante
de las tropas y desenvainó su espada, meciéndola al viento, como sopesándola.
- ¡Compañía Escarlata! -gritó.
El más solemne de los silencios se apoderó del campamento. - ¡El deseo del
regreso al hogar está a punto de cumplirse! ¡Ésta es la última de nuestras batallas!
¡Juncar se halla justo al otro lado esperando su sentencia! -señaló con la
espada hacia mas allá de la loma. - ¡Hagamos que el mundo recuerde este día y
tiemble de nuestra fiereza! ¡Quiero que el eco de sus gritos llegue al
mismísimo infierno! -alzó en vilo la espada por encima de su cabeza a la vez
que el clamor de los hombres inundaba el aire con vítores.
- ¡Por el
Pacificador! -gritaban. - ¡Por el Único!
Los
cuernos sonaron como preludio de la inminente batalla, mientras se alzaban
orgullosos los estandartes azules y rojos propios del Pacificador y la compañía
respectivamente. Beckett subió a lomos de su caballo de guerra, negro como el
azabache y envuelto en una gruesa malla metálica, encabezando la marcha. A su
alrededor, se formó un escudo de caballeros para protegerlo durante la
contienda. Mientras que por detrás les seguían las hileras de soldados formando
una espectacular caravana de muerte en dirección a Juncar.
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