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mimi 3


3   (Targo)






- Tres derecha, cuatro izquierda y todo recto… -canturreaba mientras corría.- Tres derecha, cuatro izquierda y todo recto…
Marchaba lo más rápido que podía, por entre los callejones de ese maldito pueblo. A su paso, contemplaba el reguero de cadáveres que decoraban las calles, junto a las grandes piras que antes fueran casas. Le gustaba aquel olor, el olor a la victoria. Volvió a escuchar el eco de los cuernos en la distancia.
<< Ya voy, jodido viejo testarudo -pensó,- ya falta poco para que dejes de darme órdenes >>
Targo solo deseaba el final de la guerra. Siempre se había dedicado desde muy niño al pillaje y al asesinato. Aprendió a matar en los suburbios de Triscary donde todas las cosas tenían un precio. Incluso la vida. Y cuando el hambre y la pobreza destruyeron su hogar, dejándolo al amparo de su suerte, decidió aprovechar ese mercado. Pero la fortuna no estuvo de su parte y acabó en los calabozos, con una condena a muerte pendiendo sobre su cabeza. Así que, cuando le ofrecieron enrolarse en la milicia a cambio de un indulto, no pudo negarse.
Llegó entre jadeos a la formación, situada a la entrada del poblado. Una zona lo suficientemente amplia para reunir a las tropas. Varios jinetes cabalgaban alrededor de ésta, tratando de mantener un orden a base de voces imperiosas. Después de dejar pasar un tiempo prudencial en espera de posibles rezagados, un grito grave y seco cortó los murmullos del ambiente.
Como siempre, estaba situado al final de las filas. Odiaba tener que escuchar al lord comandante y sus monsergas.
<< Yo solo estoy aquí para matar, viejo. Para pagar mi libertad, con más muertes que por las que me condenaron. Putos hipócritas >> -escupió al suelo con desprecio.
Los vítores de sus compañeros lo sacaron del ensimismamiento.
<< El discursito había acabado >> -se alegró. << Tres derecha, cuatro izquierda y todo recto… >> -repitió para sus adentros.
Al romper filas, se acercó al hombre que estaba a su lado. Pitt era unos años mayor, pero su enjuto y pequeño cuerpo le hacía parecer más joven. Tenía el cabello del color de la noche y un par de cicatrices se cruzaban en su mejilla derecha, destacando sobre su blanquecina piel.
Cuando la compañía partió de Triscary en dirección a las indómitas tierras del sur, Targo evitaba a los demás soldados. Siempre había sido un tipo solitario, capaz de sobrevivir por sí mismo. No tardo en darse cuenta, que estas batallas eran muy diferentes a las que estaba acostumbrado en las calles. La necesidad le obligó a trabar amistad con varios de ellos, como Torin, Eddermutt, Allyster y Pitt. A estas alturas de la contienda era el único que seguía con vida.
- ¿Qué mierda ha dicho el anciano, Muerto? -así solía llamarlo.- No le estaba prestando atención. ¿Volvemos ya a casa?
- Parece que sí, en cuanto hagamos limpieza de toda esta basura -señaló varios de los cadáveres que se esparcían por el suelo.
Soltó un bufido de puro agobio y con un gesto de la cabeza le indicó a su amigo que lo siguiera. Se encaminó a desgana hacia el interior del poblado con Pitt siguiéndole de cerca. Cuando ya estaban lo suficiente alejados de la entrada y los ojos inquisidores de los caballeros, se detuvo un instante.
- Vamos a explorar, a ver si encontramos algo de valor –le susurró al oído – deja que se encargue otro de transportar carne. Aquí hay demasiada gente y mis bolsillos están demasiado vacíos.
El Muerto asintió con la cabeza, al tiempo que recorría las inmediaciones con la vista, vigilando que nadie se percatara de sus movimientos. Disimuladamente, se evadieron perdiéndose por entre los callejones. Tenían poca esperanza de encontrar cualquier cosa, pero la simple idea de evitarse ese sucio trabajo, los animaba. Las casas que aún quedaban en pie, tenían un aspecto tosco y pobre. Y otras muchas todavía ardían con excesiva intensidad, como para acercarse a ellas.
- Buena idea has tenido, -suspiró Pitt al contemplar el devastado panorama,- aquí no vamos a conseguir nada.
- ¡Deja de lloriquear! -le espetó – Acuérdate lo que pasó en Prazia.
Un gesto automático le llevó al Muerto a acariciar un pequeño saquito que portaba al cinto, a la vez que sonreía descaradamente.
- Si, es verdad –respondió.
Prazia fue uno de los primeros pueblos sureños que conquistaron. En el momento del saqueo, en una situación similar a esta, Pitt encontró un pequeño alijo de joyas. Algo que seguramente le daría una vida mucho más cómoda, al regresar. Desde entonces, tenían la costumbre de rebuscar incluso entre los escombros.
Tras una larga marcha, y un sin fin de serpenteos entre caminos invadidos por la desolación y la muerte, Pitt se detuvo en seco. Con un gesto de la mano, le indicó que guardara silencio a la vez que aferraba su arma. El Muerto tenía un oído muy agudo y más de una vez les había sacado de situaciones adversas. Por lo que no dudó un instante en desenvainar su espada y posicionarse defensivamente.
Se encontraban en la parte más alejada del poblado respecto la situación del punto de reunión. El suelo era de gravilla espesa, de un tono grisáceo oscuro, similar a la piedra con la que se formaban las bastas montañas que se cernían a sus espaldas. A su alrededor, un amasijo de madera, piedra y restos ennegrecidos de lo que fuera antes algún tipo de estructura, vomitaba un humo denso y negro de entre las fauces de un ya moribundo fuego. Justo enfrente de ellos, una pequeña casa formada por grandes troncos de madera, se erguía, creciendo desafiante entre las ruinas. Las llamas habían lamido su contorno, en un vano intento por consumirla. Pero salvo las lenguas ennegrecidas que trepaban por sus paredes, permanecía intacta e impasible ante una guerra, que parecía no concernirle.
Mantuvieron unos instantes de silencio, expectantes ante cualquier sonido que pudieran captar. Targo, escuchaba el chisporroteo de las brasas que aun se retorcían en su lucha por vivir; unos cascotes de piedra se derrumbaban de los frágiles muros, que subsistían como residuos de los hogares ya quemados; más lejos, empezó a oírse el eco de la marea de soldados que avanzaban en su dirección.
<< Las tareas de limpieza nos alcanzan… >> -suspiró en un intento de controlar su ansia- << hay que darse prisa o no tendré otra oportunidad >>
Entonces volvió a sonar. Era un ruido tenue y corto, similar al quejido de una bisagra por el óxido. Un postigo se había movido ligeramente.
- ¡Allí en la ventana! -gritó, señalando hacia la casa- ¡He visto moverse algo!
Como un resorte, el Muerto salió corriendo hacia ella para situarse, pegando la espalda contra la pared, a un lado de la puerta. Targo lo siguió imitando su movimiento como un espejo. Ambos se miraron fijamente a los ojos.
- ¿A quien le toca entrar primero esta vez? –dijo Pitt con una sonrisa burlona en el rostro.
- Sabes perfectamente que a ti –respondió con un gruñido.
Tenía la total certeza que Pitt se acordaba de aquello. La última ocasión que debatieron el orden de entrada, fue en una cabaña de las afueras de Akapor. Le tocó a él abrirse paso, entre la vieja puerta de madera podrida y la pobre barricada de muebles amontonados tras esta. Cuando ya casi había cruzado el montón de basura que protegía la entrada, resbaló entre unos tablones perdiendo así la guardia.
Momento que aprovechó el enorme hombretón que se escondía entre las sombras para abalanzarse contra él. Un rápido movimiento hacia abajo, impidió que el hacha que portaba le cercenara la cabeza, pasándole a escasos centímetros del cuero cabelludo. Pero su estabilidad estaba comprometida por su traspié y no pudo evitar caer al suelo. Todo parecía perdido, cuando el corpulento bárbaro alzó el arma sobre su cabeza para asestarle un golpe descendente. Era prácticamente imposible recuperarse de la caída a tiempo para esquivarlo, e improbable que pudiera detenerlo con su espada. En ese instante, una daga surcó el aire a través de la puerta rota, para clavarse en el cuello de su atacante. Haciéndole entre sus gritos ahogados en sangre, soltar el arma y llevarse las manos a la herida, a la vez que se giraba para ver a su agresor. No tuvo tiempo de mucho más. Porque tras el lanzamiento del cuchillo aparecía Pitt, saltando ágilmente por encima de la torpe barricada, para asestar un tajo en carrera al moribundo, abriéndole el pecho en diagonal. Le salvó la vida seguramente, pero desde ese día tuvo que soportar sus mofas. Siempre que tenía la oportunidad, le gustaba recordarle su humillante derrota y su heroico rescate.
Sus miradas volvieron a cruzarse durante unos breves instantes, a la vez que el Muerto alzaba una mano, indicando el comienzo de la cuenta regresiva. Targo asintió con la cabeza aferrándose con fuerza a la empuñadura de su espada. Su compañero tomó una profunda bocanada de aire y dando medio giro sobre sí mismo, asestó una fuerte patada a la puerta. El golpe hizo vibrar la madera, mientras volaba a encontrarse con el tabique donde se anclaba. El interior de la vivienda constaba de poco más que la estancia principal. Los escasos muebles de los que disponía se apilaban a un lado de la sala, volcados y rotos, como evidencia de un exhaustivo registro. Varias pieles de diversos tamaños decoraban sus paredes. Las sombras que emitía la luz de una pequeña lámpara de aceite, oscilaban juguetonas por todos los recovecos, mientras la tenue llama se debatía temblorosa a merced de la corriente. Allí, sentado en el suelo junto a una humilde chimenea de piedra, se encontraba un muchacho. No tendría más de catorce años. Se cubría el cuerpo rollizo con gruesas prendas de lana parda raída y sucia. Un improvisado vendaje, teñido de rojo intenso alrededor de su pierna, trataba de contener una más que evidente herida. Aún así, sujetaba firmemente una ballesta que apuntaba directamente contra la entrada.
Pitt se percató que no disponía de ninguna saeta y por un momento respiró tranquilo. A esa distancia ni la mas gruesa de las armaduras podría resistir el impacto de tan temible arma. Poco le duró el alivio cuando la vista empezó a turbársele. El sabor metálico de la sangre inundó su boca mientras su cuerpo tembloroso, perdía fuerzas ante el creciente dolor que lo invadía. El ruido alto y seco de la puerta estrellándose contra los gruesos troncos, había engullido el zumbido del disparo, omitiéndole esa información a su cerebro. Hasta que el virote, incrustado en su clavícula izquierda le devolvió a la cruda realidad. Entre tambaleos comenzó a acercarse hacia el chico, que arrojando el arma a un lado, se revolvía en su sitio nervioso.
- ¡No por favor! -gritaba desesperado el joven mientras cruzaba los brazos sobre su cara a modo de escudo- ¡Lo he hecho! ¡He hecho lo que me pedisteis, debéis ayudarme!
Entonces le llegó el olor y por un segundo se detuvo, como abordado por una revelación. El ambiente estaba cargado con un baño de aceites, esparcidos por los rincones de la casa. Los viejos tablones del piso, húmedos por los óleos, no crujían ante sus pasos. Un niño con una ballesta de un solo disparo, le aguardaba en el interior de la única casa, que extrañamente no había ardido.
<< Que tonto he sido, debí darme cuenta antes >> -resonó en su interior a modo de reproche.
Los ojos se le abrieron como platos cuando la fuerte mano le rodeó desde atrás, apretándose contra su boca. Tirando de él a la vez que golpeaban la parte interior de su rodilla derecha, inclinándolo de espaldas al suelo. El frío acero atravesó su pechera de parte a parte, ayudado por el empuje de su propio peso. Y la oscuridad le abordó.
Targo dejó caer el cuerpo sin vida, mientras arrancaba en un solo movimiento la espada, del que fuera su compañero. Acto seguido, se aproximó al muchacho que no paraba de gimotear y con un contundente tajo en la cara, lo acalló para el descanso de sus oídos.
<< Todo tiene un precio, incluso la vida >> murmuró en su interior.
Rebuscó en los restos de Pitt apresuradamente, para despojarle del pequeño saquito de joyas que amarraba a su cinturón.
- El Muerto... -Entonó una carcajada contemplando el cadáver. Ya en aquel entonces, cuando le otorgó ese apodo al poco de que encontrase el pequeño alijo, supo su irremediable destino. Tenía planes para su regreso a la ciudad y la guerra no le favoreció en ningún momento el bolsillo. Ya hubiese sido por mano del enemigo o la suya, el tesoro habría caído bajo su poder. Convencer al chico para preparar la trampa a cambio de su vida, le costó realmente poco. Las calles le enseñaron a ser muy persuasivo en los tratos y el corte en el tendón de la pierna, que le asestó, hizo a su vez de fianza.
<< Un niño cojo, no puede escapar del cerco de los soldados -le advirtió – me necesitas tanto como yo a ti. Haz lo que te digo y ambos saldremos de esta. >>
Agarró la lámpara y la acercó al suelo. Las llamas empezaron a expandirse rápidamente, devorando entre sus fauces todo lo que previamente había rociado con el aceite. Salió de la casa justo en el momento que el fuego se erguía hasta el techo, formando una gran columna roja y amarilla de pura destrucción. Aguardó unos instantes contemplando el gran espectáculo de la enorme pira, en la que se había convertido la cabaña. De golpe le sobrevino el pensamiento de la batida de limpieza, la cual se aproximaba peligrosamente a las inmediaciones, sacándolo de su momentáneo trance.
- Hay que irse... -murmuró. Se quedó unos segundos dubitativo, tratando de recordar el trayecto que tenía planeado. << Sí, ya me acuerdo… >>
- Tres derecha, cuatro izquierda y todo recto… -se repetía a sí mismo mientras corría por entre los callejones de Juncar, acariciando de vez en cuando de forma totalmente involuntaria, el pequeño saquito que llevaba colgado al cinto. Evadió fácilmente la vanguardia de la compañía, aprovechándose de sombras y recovecos tal y como aprendió en su etapa de contrabandista. Apareciendo entre el tumulto que esta formaba, cargado con un cuerpo al hombro. Las gotas de sudor resbalaban en su frente, azotadas por el sol del mediodía. Unos caballos arrastraban tres grandes carros cargados de cadáveres. Las pesadas ruedas de madera maciza giraban lentamente gravando surcos, acompasadas por el ritmo de los cascos que golpeaban el camino a cada paso. Tanto delante como detrás de estos, varios grupos de soldados trabajaban afanosamente, en retirar los muertos que se esparcían entre las calles.
Con la tranquilidad propia que le caracterizaba, se acercó a uno de los carromatos y descargó su bulto sin ningún tipo de consideración, como si de un fardo de paja se tratase. Para después mezclarse entre sus compañeros y proseguir con total normalidad, con la tarea.
El sol empezaba a esconderse engullido por la inmensidad del horizonte, tiñendo el cielo de un rojo cobrizo, cuando se encendieron las grandes piras fúnebres. El olor a carne quemada se esparcía junto con las cenizas y las oraciones que el monje imploraba al Único. Toda la formación permanecía de rodillas, mientras las piadosas palabras, aseguraban a los fallecidos un juicio justo en el más allá.
- El Único os acogerá en sus brazos y juzgará todos y cada uno de vuestros pecados,- recitaba pausadamente como un discurso bien aprendido- arrepentíos de vuestras impías vidas y las puertas hacia la vida eterna, en sus jardines, se abrirán ante vosotros.
Esperaron impacientes el beneplácito del monje para retirarse a cenar. Para entonces, el fuego había consumido prácticamente todos los cuerpos, dejando tras de sí unas informes esculturas negras.
Targo comió algo de panceta asada, junto con unas rodajas del pan duro que les quedaba. Esa noche no le tocaba hacer ninguna guardia y no veía la hora de acostarse. El estrés del día se le acumulaba en la espalda a la altura de los hombros, así que decidió no demorar más el descanso que tanto merecía. Se recostó entre sus pieles con una sonrisa en la boca, a la vez que acariciaba su pequeño botín. Al amanecer, pondrían rumbo a casa.



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