5
- Entonces,
Krugar el Negro saltó ágilmente hacia un lado, apartándose de la terrible
llamarada que manaba de las fauces de la última cabeza. Rodó sobre sí mismo al
caer al suelo para levantarse otra vez desafiando a la bestia. Sus manos se
aferraron con fuerza a la empuñadura de su espada mientras intercambiaba una
fija mirada con su atacante, y la gigantesca dragona gruñó guturalmente.-
Sus manos acompasaban sus palabras a la vez que su grave voz cortaba el
silencio de la posada.
Pese a la multitud de gente que se había congregado
esa noche en el “Lobo Hambriento”, el único sonido que se percibía eran las
exclamaciones de sorpresa o alegría que inducía su narración. Todos le
escuchaban.
- Lanzó una
terrible dentellada al cuerpo del guerrero pero éste se desplazó ligeramente
hacia su derecha dejando pasar el ataque a escasos palmos de él, y con un suave
giro de cintura volteó para encarar el cuello desprotegido alzando la espada
sobre su cabeza. El tiempo se detuvo unos instantes; el acero de “Drenadora” se
envolvió en una luz negra que desprendía pequeñas vetas violáceas en todas
direcciones, y bajó contundente seccionando de un solo golpe escamas, carne y
hueso.
Varios segundos pasaron desde que terminara de hablar,
hasta que el primero de los parroquianos saliera de su estupor y comenzara a
aplaudir. En seguida el ambiente se llenó en un jolgorio de risas y cumplidos.
- Si las buenas gentes de Ártega, permiten que este
humilde siervo del pueblo humedezca su paladar, llene su estómago y por que no,
encuentre quién le caliente la cama… -Se inclinó cortésmente quitándose el
sombrero, ofreciéndolo al bullicio junto con su mejor sonrisa. Varias monedas
de cobre y alguna que otra de plata, volaron a su interior.
Desde que llegara hace ya tres días al mesón, la
clientela había aumentado considerablemente. El rumor de sus historias se
expandía como la peste en las bocas de los lugareños. Cada amanecer traía
consigo nuevos oídos, no solamente viajeros, como cabría esperar de una posada
situada tan a las afueras de la ciudad, si no que los propios habitantes venían
a escucharle mientras gastaban sus jornales en alcohol. Tan contento se puso
Tuko el posadero, que le ofreció comida y alojamiento por sus actuaciones.
- Muchas gracias, caballeros –dijo guardándose las
ganancias en su saquito de cuero a la vez que volvía a reverenciar a la
concurrencia.
Al poco, la taberna se inundó de su típico alboroto
entre voces, risas e improvisadas canciones dejando su presencia en un segundo
plano.
- Supongo que tendrá mucha sed, maese Pyergar –le
decía la muchachita tendiéndole una jarra de cerveza- no puede dejar que se le
seque esa preciosa voz.
- Gracias mi querida Xeli- dio un profundo trago
inspeccionando a la moza. La hija de Tuko tendría unas diecisiete primaveras,
un cuerpo esbelto que nacía en unas piernas largas y suaves acabadas con un
trasero prieto, y unos más que apetecibles pechos, duros como pomelos. No
habría necesitado la cerveza para humedecerle la boca, su deseo ya le hacía
salivar siempre que la veía.
<< Tiene que ser mía… otra vez. >>
- Hoy estoy algo cansado, ¿porqué no me subes la cena
a mi cuarto?- dijo acariciándole el brazo.
La doncella le clavó una mirada traviesa a la vez que
se sonrojaba. Desvió un momento la vista para contemplar a su padre, que seguía
concentrado en la multitud aglomerada en la barra.
- Como desee mi señor –contestó casi en un susurro.
Tardó unos minutos en poder abandonar la sala. Cada
paso que daba en dirección a la escalera, tenía como peaje algún estrechar de
manos con su correspondiente conversación banal.
<< Hay que tener contento al pueblo, ellos me
dan de comer. >> Con un suspiro de resignación trató con todos y cada uno
de esos desconocidos que pretendían ser sus amigos.
Subió los peldaños que lo separaban del piso superior,
donde se encontraba su pequeña habitación. Al final del pasillo, justo a la
derecha de la amplia sala común y protegida por una puerta de roble macizo cuya
única llave colgaba de su cuello. Allí se encontraban sus pertenencias, su vida
y la fuente de su inspiración.
- Tito, soy yo – pronunció a la vez que abría la
puerta.
Un zagal de unos ocho años de edad, mantenía una postura
firme delante de la entrada, sosteniendo de forma amenazadora un cayado entre
sus manos. Sus ojos miraban atentamente cualquier movimiento, atravesando los
alborotados mechones de cabello azabache que le caían por la frente. El color
gris y apagado de sus vestimentas de lana contrastaba bruscamente con el
llamativo atuendo del bardo.
- Vete a cenar y repite postre que espero visita – con
el pulgar lanzó una moneda de plata a las manos del chico que, sin mediar
palabra alguna, salió corriendo escaleras abajo.
Siempre le sobrevenía la tristeza cuando observaba al
muchacho. Tito, así lo había llamado cuando lo encontró entre las cenizas de un
extinto pueblo. Arrasado como consecuencia de la guerra que el Pacificador
mantuvo en el reino de Kharonia. Era uno de los muchos huérfanos que parió la
batalla y aunque conservó la vida, perdió parte de su lengua, y con ello, la
facultad de hablar.
Se sirvió una copa del vino que siempre aguardaba en
su cuarto, regalo de la casa. Y con el primer sorbo, consiguió apartar sus
melancólicos pensamientos. Esa noche tenía el tipo de función que más le
gustaba y no podía defraudar a su público. Tranquilamente se desvistió entre
trago y trago, quedando totalmente desnudo frente al espejo vestidor. Su
reflejo mostraba a un hombre que rondaba la cuarentena de edad, de cuerpo
cuidado y ágil. Unas cicatrices decoraban su piel repartidas en su mayoría por
el torso y al soltar el nudo que amarraba la coleta, el largo cabello encanado
cayó como unas cortinas a ambos lados de su esbelta cara.
<< ¿Quién se puede resistir a esto?
>>pensó con total confianza.
Dos golpes secos en la madera de la puerta le sacaron
de su ensimismamiento.
- Adelante, por favor –dijo mientras se cubría con una
bata de fina seda plateada.
Xeli entró cargada con una bandeja metálica, repleta
de comida y una botella de vino, inclinándose en una pequeña reverencia al
verlo.
- Mi señor, le traigo la cena cómo ordenasteis –aunque
los ojos de la muchacha evitaban el cruce de miradas, sus labios esbozaban una
bonita sonrisa- tomadla mientras esté caliente.
- Deja esa bandeja y tráete el vino –con un suave
gesto de la mano, acompasó el movimiento de la puerta hasta cerrarse –sabes
perfectamente cual es mi apetito.
La muchacha hizo exactamente aquello que le indicó y
fue a reunirse con él, que ya se había recostado en el lecho de paja. Se sentó
delicadamente a su lado sirviendo el vino en las dos copas que reposaban en la
pequeña mesa de madera junto a la cama.
- Hoy tengo una sorpresa para ti – le susurró a la
joven a la vez que buscaba algo entre los almohadones.
Xeli abrió los ojos sorprendida al ver el frasco que
el bardo sostenía, balanceándolo con dos dedos delante de su cara. En el
interior, el polvo rojo brillaba como las brasas de una hoguera.
- ¿Eso es… ?
- Fircah, o Cenizas de Dragón, sí –espolvoreó un poco
sobre las bebidas- calentará nuestros corazones.
- Mi señor, no sé si yo debería…
Haciendo caso omiso de sus palabras, agarró una de las
copas entrechocándola con la de ella a modo de brindis.
- Por el amor más dulce y tierno que jamás hubiera
soñado encontrar.
Ambos bebieron vaciando sus respectivos vasos de un
largo trago.
El efecto de la potente mezcla no se hizo esperar demasiado
y al poco rato, ya notaba el suave calor que se expandía desde el interior de
su cuerpo. Acostumbrado desde hacía tiempo al consumo de diversas pociones,
logró mantener la compostura, pero éste no era el caso de Xeli. La hija del
posadero se movía nerviosa, cambiando las piernas de un lado a otro. El rubor
había invadido sus mejillas y su pecho aperlado por el sudor, subía y bajaba
presa de la excitación. Bastó el simple roce de sus labios sobre su cuello,
para que ésta se le abrazara apasionadamente entre suspiros y acabaran tumbados
en la cama.
- Dime preciosa, ¿qué es lo que más te gusta de mí?
–sus besos se repartían calurosamente desde el hombro hasta la boca.
- Humm… mi señor, sin duda vuestra portentosa lengua.
Pyergar sonrió maliciosamente con el comentario de la
muchacha, mientras su lengua recorría la piel buscando el calor que manaban sus
pechos. Un suave tirón bastó para bajar el escote, mostrando esos rosados
pezones, duros como su entrepierna. Pasó un tiempo saboreándolos, lamiéndolos,
apretándolos entre sus labios con el consentimiento de sus gemidos. Siguió bajando
más la cabeza hasta la altura de su bajo vientre, y sus manos se apresuraron a desvestir
su intimidad. Metió la cara entre sus piernas abriendo el sexo de la joven con
la humedad de su lengua, saboreándola de arriba a abajo, empujándola hacia su
interior. El cuerpo de Xeli se movía compulsivamente, sudoroso, jadeante y
sobre todo muy caliente. Sus manos se aferraron a la cabeza del bardo, como
instándole a apretar mas su boca contra ella.
- Tomadme… -suplicó- tomadme, por favor…
Como un muñeco la manejó, girándola sobre sí misma, y colocándola
con el trasero en alto, la penetró. Su mano izquierda se aferró a la larga
cabellera de la muchacha mientras la derecha palmeaba sus nalgas al ritmo de
las embestidas. La habitación se inundó con el aroma de sus cuerpos y los
placenteros gritos de la joven, hasta que derramó su caliente semilla en su
interior. El tiempo se detuvo unos instantes, en el que ninguno de los dos se
atrevió a moverse, para acabar abrazados sobre el lecho. Esa noche repetirían
el proceso dos veces mas.
La luz que se colaba por los postigos de las ventanas,
proclamaban el nacimiento de un nuevo día. Perezosamente se revolvió entre las
gruesas mantas, tratando de recomponer el rompecabezas que imperaba en su
mente.
- ¿Xeli? –oteó su alrededor en busca de la doncella-
¿Tito?- La estancia permanecía en silencio.-<<¿Tanto he dormido?>>
No era la primera vez que se levantaba a últimas horas
de la mañana, en especial después de una juerga nocturna. Pero el muchacho
siempre lo velaba en silencio, como un perro a su amo.
<< Maldito crío, seguro que me ha vendido por un
poco de pan y un trozo de queso>> -De mala gana se enfundó los pantalones
raídos que usaba para viajar, así como el ya amarillento jubón blanco que
componía el atuendo. Terminaba de trabarse las botas cuando la puerta se abrió
estrepitosamente y apareció el zagal como una exhalación.
- ¿Esa es toda la educación que te he enseñado? –Lo
miró ofendido de arriba abajo.- Sabes que tienes que llamar antes de entrar,
podría estar aún dormido.
El joven le respondió con un grotesco bramido a la vez
que tiraba de la manga de su blusa señalando la ventana. Rápidamente se
incorporó para ver que sucedía; Tuko, el posadero, hablaba fervorosamente con
dos guardias en la calle. Los dos hombres trataban de calmarlo, mientras su
hija lloraba desconsolada a su lado. Diversos moratones se extendían por su
rostro como evidencia de la paliza que había recibido.
- Esto es malo, Tito. Muy malo. Vete cargando la mula
que nos vamos. Empieza por los frascos, no nos conviene que nos encuentren con
eso encima.
El muchacho agarró presuroso el pequeño cofrecillo
donde guardaba su señor las pociones y salió corriendo.
<< Espero que nos dé tiempo>>- comenzó a
recoger sus pertenencias más indispensables.
Sabía cual era el precio que pagaban aquellos que
dedicaban su vida, a la brujería. Y no le apetecía volver a experimentar esa
dolorosa presión en el cuello, cuando se tensaba la cuerda. Aquella vez tuvo la
suficiente suerte como para salir airoso, pero sería realmente estúpido volver
a tentar al destino.
<< Seguro que ha hablado, esa maldita zorra les
ha contado lo del Fircah >>
Al poco volvió a aparecer Tito por la puerta, dándole
un susto que le aceleró el corazón. El resto del equipaje ya estaba empaquetado
y listo para cargarlo, cuando escuchó el vocerío de la conversación, abajo en
el salón. Según lo que pudo discernir entre los gritos del posadero, la joven
excusaba su ligereza de faldas con los engaños y brebajes que él había vertido
en su copa.
<< Así que además de hechicero me acusarán de
violación >>
- Tito, coge los sacos y llévalos al establo. Nos
reuniremos allí –le encomendó con la certeza de ser una tarea imposible- pase
lo que pase, no te preocupes. Volveré a por ti.
El pequeño se le abrazó a las piernas a modo de
despedida. Sus ojos se acristalaron con unas lágrimas que no consiguieron
brotar. La vida lo había convertido a base de golpes, en un hombre. Privándolo
del privilegio de la propia infancia. Aferró entre sus manos los fardos y
marchó sin volver la vista atrás, dejando a sus espaldas el sonido de la puerta
al cerrarse.
El joven bajaba a duras penas las escaleras cargado
tal y como iba. Los sacos tropezaban de un lado a otro estorbando su
movimiento. A mitad del descenso, se encontró a los dos guardias que subían
seguidos de cerca por Tuko. Éste no paraba de farfullar y maldecir sin que
nadie pareciera hacerle mucho caso.
- ¡Alto ahí mocoso! –le ordenó uno de los hombres al
verlo.-¿Dónde está tu señor?
El niño se quedó totalmente inmóvil, mirando
desafiante sus rostros. Su lengua mutilada le impedía hablar, pero su lealtad
no le habría dejado aunque pudiera. Así que se limitó a mantener la posición
tratando de ganar algo de tiempo.
Poco fue en realidad, porque los soldados parecieron
leer sus intenciones. Con severos empujones lo hicieron apartarse hacia un
lado, dejando caer todos los fardos al suelo. Cuando llegaron al grueso portón
trataron de abrir en vano la habitación del bardo, pero éste ya la había
cerrado a conciencia.
- ¿Tienes la llave?- le preguntaron al posadero.
-Lo…lo siento, pero la única llave la tiene él
-respondió avergonzado.
- Tendremos que derribarla…
Pasaron largo
rato golpeando la maciza madera entre cargas de hombro y patadas, hasta que la
cerradura cedió. El centellear del acero decoró el aire de la estancia en un
sin fin de reflejos, en manos de los dos guardias. La cama estaba revuelta,
varias botellas de vino vacías se esparcían sobre una pequeña mesa de madera y
por todo el suelo podían verse los restos de un equipaje hecho a toda prisa.
Pero Pyergar, el bardo, no se encontraba allí. Solo pudieron imaginarse a un
hombre de unos cuarenta años descolgándose desde el alféizar de la ventana, superando
una caída de más de tres metros, para escapar junto con una vieja mula de carga
evitando ser visto.
La tenue luz anaranjada cubría los pastos que
bordeaban el camino. El sol empezaba su lento descenso, dejando paso a la
creciente sombra que amenazaba desde el oeste. Un viejo sendero que brotaba
desde la vía principal entre Ártega y Puente de Piedra, se perdía entre los
arbustos y matorrales, ofreciéndole discreción a su viaje. Las sombras que
proyectaban el hombre y su perezoso animal de carga, eran su única compañía.
<< Seguro que lo cuelgan, es lo que hacen con
los hechiceros>>- No podía dejar de pensar en el zagal que fuera su
ayudante.-<< He tenido que hacerlo, si no, sería mi cuerpo el que se
balancease como un jamón. Y huérfanos hay muchos, pero conseguir una mercancía
como la mía es complicado>>
Estaba bien entrada la noche, cuando decidió buscarse
un sitio apartado para descansar. Sabía que no podría encender una hoguera,
pues aunque había elegido cuidadosamente su vía de escape, no se encontraba
exento de peligro. De todas formas, no tenía nada que cocinar y aunque así
fuera, carecía de apetito alguno.
- Necesitamos más cuentos para vender
–le dijo a la mula mientras tironeaba de ella hacia la pequeña arboleda que
serviría de campamento.- Me gusta disponer de un amplio repertorio.- La mula
soltó un bufido como si hubiese entendido sus palabras.
Tras cerciorarse de la seguridad que
ofrecía el lugar, ató las riendas del animal a uno de los árboles.
- Vigila tu, que yo me voy a dormir y
ya no está Tito con nosotros.
Con sumo cuidado, descargó el cofre que
contenía su fuente de inspiración a la vez que la razón de su huída. Y acomodándose
en el suelo, bajo el grueso follaje del pino que le amparaba, sacó uno de los
recipientes de su interior. La suave luz azulada que emitía se esparció por la
zona como una ola devorando la playa, en el tiempo que transcurrió a su
ingesta.
<< Sólo falta esperar, y otro
gran éxito>>- se recostó aguardando que el sueño le abordara. El “Manto
Azul” haría el resto.
Empezaba a notar la pesadez en sus
párpados cuando notó el tirón en el pecho. Los ligeros pinchazos saltaban por
su carne, levantando un bulto en la ropa que se movía lentamente hacia su
cuello.
- Sílice, puedes salir. Estamos solos.
La pequeña araña metálica asomó de
entre las telas que lo cubrían. Ocho delgadas patas, afiladas como agujas, sostenían
en vilo al compañero mecánico. Sus minúsculos ojos rojos se esparcían por
encima de unas potentes tenazas, que le hacían la vez de boca.
-Llegas justo a tiempo, voy a entrar en
el sueño –su voz parecía un susurro lejano apagándose lentamente, mientras cuerpo
y mente se perdían entre las profundidades del abismo. Al día siguiente
despertaría con una nueva historia en su memoria, lista para presentarla ante
los habitantes del siguiente pueblo.
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